viernes, 5 de julio de 2013

Laberinto que siempre comienza

 
“(...) Toda ventana abre a otra ventana,
para llegar a cada puerta
hay que vencer otras puertas más hostiles
donde, es verdad,
aprendemos a ser más generosos
y a endurecer de un golpe la mirada”.


José Miguel

El ruido despierta a mi madre que duerme junto a la ventana. La noche se humedece. Tanques pegados como plagas a las paredes del edificio que saben ayudar a las familias en los tiempos de escaso líquido y que producen bullicios incontrolables toda la madrugada. Molesto azote, molestos tanques.

Los vecinos se quejan. Mucho. La mayoría de las veces con razón: que si la basura pasa más tiempo desbordada que recogida, que si las filtraciones son por culpa de los “inteligentes que diseñaron estas cosas”, que si vivir en un edificio es lo peor que te puede suceder. Y si pelean por causas comunes, vociferando desde los balcones, incluso agrediendo a vecinos cuyos argumentos siempre tendrán su parte de lógica.


Yo no conozco otro escenario. Mis 25 años se han moldeado en un cuarto piso entre querellas y períodos de paz (o de preparación para otras guerras). He visto mi techo desvestirse sin recato, exigiéndole a la economía familiar nuevos trajes, y he tenido que prohibirme baldear mi casa para no provocar desnudamientos más abajo. He visto enemistades por causas ajenas y provocadas, y luego soluciones que no acomodan. Hemos hecho concesiones por el bien diverso: romper tuberías, abrir nuevos huecos en la pared, echar derretido de cemento entre las losas...

Aquí no tenemos oportunidades múltiples (al menos los que viven del segundo piso hacia arriba): no poseemos patio para sembrar, ni para algún animalito, ni para instalar una turbina/cisterna que ayude en las crisis. Aunque hubo quien desafió estos principios durante el período especial más recio y crió de todo en un apartamento.

Aquí cualquier modificación se hace harto difícil: si te mudas, desfalleces cargando tus pertenencias por las ásperas escaleras, si quieres enrejar el balcón es peligroso por la altura y la facilidad para trabajar, si quieres pintar, si viene un ciclón...

Pero resulta que el agua es una de las problemáticas fundamentales para quienes habitamos los edificios de Pueblo Griffo (e imagino que en otros barrios sea similar), y todo el mundo ha buscado sus alternativas, a veces unas más agresivas que otras. El techo de mi casa, por ejemplo, es un nido de tanques que hienden silenciosamente el prefabricado superior. Pero la necesidad nos supera.

Otros han pegado tanques a los costados del edificio o en los pasos de escalera o en los balcones (con peligro de que colapsen), y luego, sobrevive el que sea capaz de succionar el agua con más fuerza.

Pero en acto de venganza o desacato hay quienes dejan escapar el líquido luego de que sus tanques se llenan, y tiene mi madre que desvelarse por el ruido del agua golpeando contra los zincs de abajo. Las tuberías de distribución en el país están bastante deterioradas y los salideros provocan la pérdida de decenas de litros, y aquí se está botando por negligencia. Otra traba la constituye la fractura de uno de los tanques del edificio, que cuando se rompe, resulta que no es de nadie. El agua se bota constantemente hasta que vuelven a cerrar las tuberías centrales. Ni inspectores, ni quienes poseen recursos para arreglarlo, aparecen.

Aquí los problemas tampoco se resuelven tan fácil. Hablar no basta, y mientras más tiempo transcurre y más tiempo nazcan personas que se críen en este ambiente, pero será.

Pero hasta mudarse de aquí es un laberinto que siempre comienza.

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