“Quién pudiera contarlo, / quién tuviera la rápida voz del ave / que inclina tras su nada / a la espiga solitaria sobre el pasto.”
José Miguel Gómez
José Miguel Gómez
De pronto, el eco de los que venían, nos hizo reparar en cuestiones metafísicas. Los siguientes minutos se ocultaron con facilidad, fue como si la muerte nos hubiera besado los rostros, los de todos, uno por uno. No hablamos. No nos miramos. No pronunciamos las palabras absurdas de siempre. Solo esperamos, apenas eso.
Los que venían paralizaron el lugar: el pueblo de los molinos no fue de vientos esa mañana. Ellos marcaron los pasos en las calles, y nosotros, intrusos en sus tradiciones, miramos desconcertados la escena. Los que venían lo hacían cantando, lanzando plegarias con el rostro amargo y las manos caídas; venían marcando el tiempo, deteniéndolo, impulsándolo.
El cortejo apareció en el parque central cuando ya nosotros estábamos firmes frente a la emisora de Cruces, la visita se paralizó y la banda municipal que ensayaba a uno metros de allí, soltó los acordes en el suelo, e interrumpió las corcheas a mitad de los instrumentos, y se fueron parando, y se quitaron las gorras, y bajaron las cabezas. Los niños dejaron caer las bicicletas, apretaron las pelotas contra el pecho y guardaron las barajas. Los novios no se besaron y los vendedores apagaron los pregones.