miércoles, 18 de julio de 2012

Viernes 13 en La Coubre


La Coubre / La Habana


Llegas temprano. Desde niña aprendiste que al que madruga Dios lo ayuda; y crees que sí, que por levantarte a las 5 de la mañana todos los santos se pondrán de tu lado. Corres con la mochila que te hace una presión enorme en la espalda, pero no importa, corres, le haces señas al chofe y subes al P15 ya con el sudor profanándote los espacios. El recorrido es largo, recuerda, estás en Alamar, en La Habana del Este, va a tardar casi una hora completa llegar a La Coubre.


La guagua está medio vacía, o medio llena, pero no hay asientos libres. Te quitas la mochila y la colocas en el suelo, te agarras fuerte del tubo para no moverte demasiado, para no chocar con algún cuerpo que desprevenido te roce sin querer, como si no se diera cuenta que tú estás allí. A mitad del recorrido se vacía un puesto a unos centímetros de ti, aprovechas, te sientas, descansas los pies y piensas de nuevo en el refrán, respiras, ahora más desahogada. Amanece.

Mientras avanzan las paradas la armazón de hierro parece expandirse, se llena cada vez más, se comprime el aire, desaparece el espacio y tú tratas de robarte el oxígeno de algún modo, pero no puedes y esta vez parece que te asfixias. Logras sobrevivir al trayecto, desciendes algo estrujada, pero a salvo, desciendes en La Coubre. Son las siete de la mañana.

La terminal está desbordada de personas, estamos en vacaciones, piensas, quizá por ello sea más fácil salir de aquí, porque lo más lógico es que apoyen con guaguas extras en estos casos. Confías. No dejas que el panorama te desanime, no te asustas. Marcas el último para anotarte en la lista de espera, aunque nunca te ha gustado esperar nada en la vida. El primer absurdo choca enseguida contra tu entendimiento: de las cuatro taquillas solo están funcionando dos, ¿por qué?, te preguntas, y te armas de paciencia para entender.

Pasan dos horas exactas antes de que llegues a la ventanilla. Son las nueve. Tampoco comprendes por qué solo puedes anotarte para dos destinos, ¿y si te conviene irte por alguna otra vía?, no, no puedes. Especulas, razonas, te decides, no sin antes creer, de a todas, que eso le ahorraría mucho trabajo a las señoritas de detrás del cristal. Te enfureces, te fija en los números, estás lejos, te vuelves a enfurecer.

Volteas. El paisaje es amargo, tragas en seco y el tormento te desciende por el esófago, quemando toda esperanza. Buscas un asiento con la vista, pero esta vez no tienes tanta suerte y se te llena la pupila con imágenes que duelen: decenas de personas tiradas encima de sus maletines, en el piso, al que parece que nunca han limpiado y que rebosa de churre, de mucha churre, en exceso por metro cuadrado; niños pequeños cuyo llanto se te clava en la sien, los cestos desbordados de basura y vendedores ofertando de todo, hasta agua fría por tres pesos.

La Coubre / La Habana
Logras sentarte después de un tiempo, casualidades, y conversas con tus amigos sobre la situación, sobre el desastre, sobre aquel antro que no parece sino el décimo círculo del infierno y entonces te preguntas qué hiciste para tal castigo, pero no hallas respuestas. Llegan algunas guaguas, pero como máximo solo ofertan ocho capacidades, a veces: dos. La gente se desespera, tú te desesperas, y escuchas comentarios que hubieras preferido no oír: «yo estoy aquí desde ayer, de madrugada, imagínate, voy p´a Guantánamo».

Afuera: los boteros pregonan ofertas inalcanzables y tú miras el bolsillo, la cartera, las páginas de la agenda donde a veces guardas un billete, pero no, no alcanza, ni en sueños, lo que piden es más de la mitad de tu salario. Decides hacer algo, preguntar al menos, y vas con tus amigos en busca de argumentos. Entras, primero, a una oficina repleta de papeles, allí analizan los libros de la lista de espera, pero ellas no saben nada de nada, «vayan a ver a la muchacha de atención a la población», te dicen, y allá vamos.

Atraviesas la terminal, mirando siempre para abajo y sorteando los obstáculos humanos, «vamos máquinas p´a Villa Clara, Cienfuegos, Camagüey», no haces caso, continúas, llegas a la otra oficina. «Atención a la población», lees, pero debiste imaginar antes cómo serían las cosas. Indagas por los extras, protestas con razones de sobra, pero la nueva muchacha solo balbucea: «mi amor, yo hice el parte a las 7 de la mañana, habían 5357 personas, a esta hora debe haber el doble, pero hasta las 7 de la noche no informo de nuevo, es cada doce horas. Y alégrate, que hay quienes llevan aquí cinco días». Alucinas.

Pides el número de Trasporte, de Astro, del Dios de la locomoción, de algún sitio donde puedas resolver, pero la chica no lo tiene, NO LO TIENE, pero te recomienda una vía más efectiva: «llama al Partido, así es como único van a resolver». No entiendes nada, pero lo haces, te indigna tanto la situación que lo haces, que informas, que reclamas, y te vuelves a preguntar cómo es posible que a nadie le interese la cruda realidad de La Coubre.

No ha pasado demasiado tiempo cuando llegan los extras, como mágicas calabazas de cenicientas. ¿Entonces?, ¿hasta dónde la negligencia es capaz de lacerar?, ¿hasta cuando nos vamos a hacer daño entre nosotros mismos? Respiras. No puedes prometer que no viajarás más, eso es imposible, pero si te pensarás, para la próxima, eso de madrugar.

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