“Las madres envejecen de querernos, / de intuir el peligro en las esquinas, /
de zurcir sus ojeras para vernos…” -
Ella tiene nombre de santa profana, de “virgen del pecado” y la piel curtida por alguna anécdota de
esclavos. Vino de
África. Sobre un barco gigante cruzó el
Atlántico. O quizá no. Tal vez llegó desde
China con una familia que jamás conocí, con deseos de prosperar en estas tierras. O quién sabe si la trajo alguna cigüeña loca que naufragó entre las nubes de los cielos de Cuba.
No recuerdo con exactitud el día en que nos presentaron. Dicen que yo aún tenía los ojos cerrados y un tamaño minúsculo. Dicen que no fui muy educaba, que grité sin muchas pausas mientras me ponía roja, y que solo atiné a irle encima del pecho, sin importar nada más. Dicen que fue en un hospital, cuando yo aún no tenía nombre.
Lo supe después por las fotos. Aparecía yo regordeta y ella: china, africana, con historias saltándole entre el torso y las manos; dicen que anécdotas de una región llamada Magdala. Llevo mucho de ella. Lo sé porque me he descubierto frente al espejo con facciones que no son las mías, con muecas que la retratan al movimiento, con palabras que luego me parece ya haber escuchado. Lo sé por esa manía en que, años después, hemos reñido por la autenticidad de los gestos, de las ideas.