jueves, 29 de septiembre de 2011

Cariátides


Los vientos del norte llegan en estampidas de colores y con mañas raras. Llegan y me susurran con la dulzura eterna de los dioses. Me acarician desde la frente hasta el tobillo, suave, muy suave, hasta detenerse en el único lugar prohibido para una sacerdotisa. Allí permanecen el resto de la tarde. Leyendo las grandes aventuras épicas de Homero y su Aquiles, o domando al minotauro de Creta.

Y yo firme, al borde de la Acrópolis, con un rostro que se multiplica a mi diestra, con el mismo cuerpo de ellas, y las manos, y los rasgos, y la pose. Yo firme, cual gladiador en la arena. Inmóvil, contemplando desde la altura las ruinas de la ciudad, y recordándote.

Tengo rota la esquina del hombro izquierdo, pero Fidias ha muerto, y Policleto y Mirón, y Paxíteles. No hay nadie, apenas sus recuerdos que en las tardes vagan sin rumbo sobre el Partenón. Me duele la cabeza, por esta manía absurda de aún querer mantener el pórtico contra el tiempo.

Aquí amanezco desde hace siglos, sola, con mi mudez. Tengo el sol tatuado en las grietas, y a la luna reflejada en la cornisa. Aquí estoy, detenida en la época de nadie, y recordando cómo solías subir al Erectión, sin miedos, para besarme en los labios. 

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