miércoles, 3 de agosto de 2011

Enterrado en el sol

 Equivocó los caminos. No supo desenterrar los miedos, ni ser valiente, ni luchar por lo único que valía la pena en su vida. Bajó la cabeza, se sentó junto al árbol del balcón que ya tenía raíces enormes, y se durmió con los ojos abiertos. Inmóvil, ya sin fuerzas y sin ganas, se fue disipando en el vacío de sus días. Lo primero que perdió fue la memoria, después las palabras, luego los porqués. Lo segundo: las letras del cuerpo, la inocencia y las esperanzas. No le quedó nada, y los pedazos rotos de lo que fue, se desvanecieron en círculos y más círculos y más círculos.
  Murió solo, sin avisos, ni funerales, ni rosas enormes sobre la tumba. Murió envuelto en el desierto de los cobardes. No hubo lágrimas de amigos, ni de amores, ni de familias, nadie peregrinó al cementerio, ni estuvieron mientras grababan letras falsas sobre la lápida. Nada. Murió solo, ya lo dije: solo. Como si el mundo entero le hubiese dado la espalda, como si su nacimiento hubiese sido el peor castigo de esta era.
 

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