lunes, 18 de julio de 2011

El cuartel

  Llegué casi al amanecer. Un camión de trasbordo me lanzó, algo desaliñada, sobre la misma calle del hospital Saturnino Lora. Estaba en Santiago de Cuba, después de veinticuatro horas de camino, pero estaba en Santiago. Me incorporé a pesar del sueño y vi cómo las montañas bostezaron encima de la ciudad, y cómo el sol les rozó cada pedacito en su ascenso.
  El programa de visitas sería un poco apretado para mi gusto. Así que me preparé para sorber toda la historia de un solo golpe, cuidando no desperdiciar los detalles, ni la sombra en las miradas, mucho menos regresar sin haberlo visto todo, o al menos, casi todo.
  La tierra caliente me despejó todas las incógnitas, disminuí el espacio, y como siempre, comencé a transformar las calles, a evocar memorias, y a imaginarme aquel propio entorno en plenos años 50, en plena efervescencia clandestina. No fue difícil. Santiago es una ciudad que te cambia las realidades, y tiene la increíble capacidad de enamorarte, una y otra vez, y en todas las esquinas.
 
Entonces escuché tiros extraviados contra los regimientos de la tiranía, descubrí asaltos, y a valientes colocando bombas y petardos en el parque Céspedes, junto a la Catedral. Conocí de las golpizas y las torturas, pero también se me aparecieron las casas de las reuniones, donde se recaudaban fondos y se planificaba el golpe certero contra las cadenas que ahogaban al Turquino. Conocí, bien de cerca, a esos jóvenes que subieron a la Sierra con apenas un libro de Martí bajo el brazo.
  Continué mi rumbo entre el pasado y el presente, un tanto apresurada en aras del tiempo, y absorta de cuanta construcción me saludaba. Venía caminando algo desprevenida cuando choqué con el patio trasero del cuartel. El Moncada se me apareció de pronto, como si alguien lo hubiese colocado de repente. Una armazón en amarillo rodeaba toda la manzana. Lo fui bojeando hasta quedar frente a la posta número 3. Entonces me fue imposible no pensar en aquel despertar de julio, en quienes se hicieron hombres allí, con el fusil en las manos, en los que cayeron, en Abel, en Haidé, en todos.
  Los tiros en la pared aún guardan la pólvora, porque es difícil para el tiempo borrar el coraje; y debajo del asfalto está toda la piel, y todos los cuerpos… yo los vi, y me sostuvieron firme los talones, y me contaron historias ocultas, que ahora llevo prendidas en la piel, como buen amuleto. Subí por las mismas escaleras donde jóvenes, casi de mi edad, tumbaron a los tiranos con la fuerza de aliento. Me detuve en la entrada.
  Había un pasillo (el piso de cuadros) que desembocaba en una imagen del Apóstol junto a la bandera cubana, y otra del 26 de julio. A la derecha, un aula de pañoletas azules. La piel se me siguió erizando, mientras fui, resulta, a robarme cada uno, y todos, los secretos del museo. La sala amplia, silencio sepulcral, y urnas de cristal soportando el pasado de gloria.
  Allí estaban sus uniformes, todavía manchados de sangre, y con el dolor de la muerte cosido a las costuras. Fue difícil mantener la mirada, y no imaginarme cayendo sobre la acera, y sobre los mismos trajes en verde. Había noticias de periódicos de la época, sobre el asalto, y los sucesos acaecidos en los días posteriores. Estaban las armas, pobres, en comparación con las de las fuerzas enemigas; pero armas que no conocieron el miedo, ni la derrota.
  Quizás nadie lo supo, o se dio cuenta, pero lo segundo que más me impresionó de Santiago de Cuba, descansaba dentro del Cuartel Moncada, encerrado, apretado, bajo un cristal. Dos letreros lo identificaban: Porro o maza, decía el primero, llave inglesa empleada como instrumento de tortura, el segundo. Verlo me paralizó los sentidos, porque solo así uno es capaz de entender cuánto sacrificaron y cuánto hubo de soportar, cada hombre que luchó por la libertad. Solo así.
  Vi levantarse aquella llave inglesa, robándose el aire, y luego cayendo con toda fuerza sobre la piel, y magullando, y lastimando, y quitando vida. Tuve la sensación de los golpes de la maza contra los rostros, contra los pechos de acero que no se blandieron jamás, ni aún cuando dejaron de respirar.
  Después estuvo aquella celda, algo escondida, en la intersección de una esquina y un pasillo que conducía a otra sala. Era una celda con luz tenue, sombras en el suelo, y las paredes. Aún tenía las mismas cadenas y el mismo candado, y el mismo aspecto cruel que debió tener en julio de 1953. Al fondo estaban sus fotos, aún con la mirada firme y el coraje en las entrañas, las fotos de los prisioneros que murieron en aquella celda de luz tenue. Se me volvió a erizar la piel. Ya para siempre.
  Brazaletes en rojo y negro, una réplica del Yate Granma, diagramas y mapas con las batallas libradas meses después en la Sierra Maestra, fotografías de los mártires del Moncada, y pertenencias de algunos de los revolucionarios, terminan de llenar la emoción, y las ansías por conocer, de las salas.
  Estaba en Santiago, ahora comprendía tantas cosas… visitar el Moncada me hizo partícipe indisoluble de las luchas de emancipación. Allí dejé mi agujero en la pared, lo dejé, junto al de Fidel, junto al de todos.
  Tiempo después, 58 años después, es todo un privilegio desandar las geografías del cuartel de amarillo, escudriñar en los secretos que lleva tatuados en todos los espacios, y sorber cada historia, cada pasaje. Estaba a 658 kilómetros de Cienfuegos, estaba en la tierra caliente. Ahora comprendía porque Santiago es Santiago.

Instrumentos de tortura

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