miércoles, 15 de junio de 2011

Ausencias

La tristeza es de piedra, / música sólida cayendo sobre el pecho,
/ inoportuna brizna bajo el párpado.

Alexis Díaz-Pimienta

  No sabe el viento cómo duele la distancia. Cómo el corazón se retuerce en la incertidumbre de no saber. No sospecha lo qué es mirar unas manos ausentes, o el rostro que la brisa no agita. Y luego están las lágrimas, ocultas en las últimas palabras, despedidas nunca hechas, disgustos sin perdonar, y decenas de besos aún vírgenes en los labios. Desconoce cuánto lastima el retrato de la pared, y las memorias, y las angustias. Nadie sabe cómo duele la muerte.
  Hay quienes vagan con la mirada perdida para distraer los recuerdos. Pero es muy difícil. Otros, como Rubén Veloz Álvarez, cuyas más de ocho décadas le han borrado bastante poco, prefieren contar las historias. Sin preámbulos, sin pausas, con nudos bien grandes que intenta esconder, pero con la pasión latiendo entre las palmas de las manos.
 
Las raíces de Rubén nacieron en Santa Isabel de las Lajas. Amigo personal de Benny Moré, tanto, que a su hijo mayor le dieron el nombre del Bárbaro del Ritmo. Benny Veloz Curbelo germinó en el mismo año que el cantor de Cienfuegos dijo el adiós eterno. Diecisiete años después, 1980, día de su cumpleaños, partió hacia Angola para combatir al apartheid. No regresó.
  “Yo tenía muchos deseos de tener un hijo, pero siempre me dije que mientras hubieran gobiernos degenerados aquí en Cuba, no lo tendría. Por eso me casé a los 36 años, cuando ya había triunfado la Revolución”. Hay que prestar mucha atención para entenderle. Ya el lenguaje no fluye como antes. Tiene los ojos cansados y la piel marcada por el paso del tiempo. Pero es un hombre inusitado, de caminar asombroso y talle admirable. Llegó hasta mí como quien busca amparo.
  Para Rubén hablar de su hijo es encerrarse en un cuarto sin luz y sin aire. Poco a poco rebasa el imposible, y deja escapar algunas palabras. Se nota, cuando salen, cuanto le duelen. “Él tenía diecisiete años cuando llegó a África. Era muy inquieto, decidido y nunca le tuvo miedo a nada. Aún no había cumplido ni seis meses de haber llegado, y ya estaba pensando en una segunda misión para ayudar al pueblo africano. El jefe de mi hijo, me contó tiempo después, que todo el batallón lo quería muchísimo, que él estuvo llorando un día completo cuando Benny murió, y la compañía también.
  “Cuando se cumplieron 24 años de la muerte de mi hijo, su jefe me trajo una bandera cubana. Cuánto dolor sentí yo al saber que la bandera que cubrió el féretro de mi hijo estaba ahora en mi poder- hace una pausa prolongada-“.
  A veces se extravía en los pensamientos. Hay mares muy profundos por donde navega. Pero ha aprendido a flotar sobre las carabelas. “Mi hijo murió un 24 de diciembre. Él estaba en una caravana que salió a recoger pertrechos para celebrar la noche buena, pero cayeron en una emboscada. Benny llevaba un lanzagranadas muy grande, lo descubrieron y fue uno de los primeros en salir herido, pero nadie se dio cuenta. Después sus compañeros comenzaron a gritarle que disparara, pero él se tiró para el suelo. Entonces se dieron cuenta. Estaba herido de muerte.
  “Yo me encontraba en mi trabajo, en una brigada de mantenimiento de gastronomía. La jefa, llamada María Julia, me fue a buscar y me dijo que tenía que ir al Partido para hacer una gestión. Ella me llevó engañado. Y cuando los compañeros me dijeron: -tú hijo murió; yo no soy religioso, pero la primera palabra que dije fue: ¡ay dios mío! Después no me acuerdo muy bien de lo que sucedió, solo que una enfermera corrió y me bajó el pantalón para ponerme una inyección. Ese momento nunca se me olvidará. Me parecía que aquel Partido me había caído encima”.
  Los ojos vuelven a perderse en el corto espacio. Lo miro, pero no lo sabe. Rubén tiene un dolor tatuado en el alma, que se irá con él, que descansará con él. Sabe su hijo de tantas lágrimas sin consuelo, de tantas noches extraviadas entre los océanos. Lo sabe, y también le duele.
  Las ausencias nunca han sabido a rosas. 

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